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07/Febrero/2017
07/Febrero/2017
¿Son —nuestros políticos— pendejos?
Angel Mario Ksheratto
► ¿Está justificado su uso?
► ¿Responde al discurso megalómano?
► ¿Sirven para algo?
► ¿Se oponen realmente al gasolinazo?
A simple escucha,
suena a majadería de barrio bajo; sin embargo, la acepción da para mucho
en términos figurativos, tanto gramaticales como conceptuales. Para
algunos, “pendejo” es parte del vocabulario popular desde la perspectiva
del vulgarismo. En México, más allá de la distorsión lingüística que
significa, es tomado como un grave insulto o en cierto grado, como una
muestra de afecto si entre los dicentes hay una clara cercanía familiar o
de amistad.
Algunas
definiciones de “pendejo” nos dan varias ideas que clarifican su uso e
incluso, justifican su utilización en cuanto al trato hacia los
políticos, principales responsables del desencuentro de la sociedad con
las instituciones. No es para menos si de entrada reconocemos que dicha
palabra es sinónimo de “tonto”, “estúpido”, “bobo”, “pusilánime”,
“cobarde”, “desordenado”, “taimado”, “bruto”, “burro”, “torpe”, “necio”,
“inepto”, “ingenuo”, “imbécil”… (Diccionario de Sinónimos.)
No se trata de una
prevaricación deliberada y dolosa contra la clase política, sino de
encontrar el justo medio entre lo que ellos creen ver en la sociedad y
lo que ésta última ve —con exacto realismo— en ellos, lo cual viene a
ser una especie de respuesta al discurso megalómano con que pretenden
gobernar o acceder al poder.
De tal manera que
el adjetivo se ajusta, per se, a los aludidos en el título del presente
texto, si lo juzgamos a partir del descarriamiento discursivo al que han
recurrido para la obtención de votos y, eventualmente, de aplausos
facilitados por otra felonía política: la adquisición de conciencias
mediante el alivio temporal de las necesidades básicas de los pobres.
Quien quiera que
haya inventado el término que nos concierne, no se equivocó al tomar
como referencia al pectiniculus, ese diminuto vello que solemos tener en
el pubis, las ingles y la periferia anal. Son así los políticos:
misteriosos (no saben para que están ahí); encubiertos (solo abren la
boca para hacer el ridículo); molestos (fastidian a toda hora).
Lo anterior nos
recuerda la existencia de un cardo del género “Sonchus” de la familia
“Asteraceae”, llamado también “pendejo”, “cerraja” o “azapuercos”. Es
éste, según el Diccionario Botánico, invasivo, difícil de erradicar,
cuyo comportamiento es similar al de la maleza común.
Cierto. La maleza
está en todas partes y no sirve para nada. Exactamente igual que los
políticos. ¿Cuánto tiempo hace que escuchamos un discurso coherente,
limpio, comprensible, inteligente, digerible, extenso, rico en ideas y
conceptos filosóficos? ¿Cuántas veces habremos presenciado un debate
riguroso, crítico, autocrítico y propositivo? ¿Desde cuando no conocemos
a un político honesto, honrado, serio, responsable, capaz, eficiente,
con un profundo sentido de ética y suficiente estatura moral? Y no
hablemos de propuestas políticas y proyectos sociales, puesto que la
demagogia ha sustituido a la realidad. ¡Vaya! No escuchamos discursos ni
siquiera con los más elementales fundamentos de la cortesía política.
El hedonismo ha
derribado a la pretendida justicia social; la simulación a las
estrategias, la ignorancia al sentido común, la incompetencia al
servicio, la vanidad a la verdad, la opacidad a la transparencia. El
disparate morfológico destruyendo a la realidad, si parafraseamos a
Fernando Lázaro Carreter, finado ex director de la Real Academia
Española.
Anteriormente, se
tenía la oportunidad de leer “entre líneas” y hasta se debía decodificar
los discursos políticos; léase a Platón o Aristóteles; a Josefo o
Adriano de Tiro. A Pierre de Marivaux, Focault, Zorrilla, Jean de la
Fontaine, Moliére, La Fayette, Nietzsche, Juana Inés de la Cruz,
Voltaire… De Gaulle, Musolini, Churchill, Thatcher, Eisenhower, Lázaro
Cárdenas y ya entrados en México, a Miguel de la Madrid y José López
Portillo, con todo y sus yerros.
Sería ocioso
revisar los actuales discursos políticos. Son repetitivos de tal manera
que ahuyentan todo intento por siquiera escucharlos o leerlos; tan
demagógicos que, aunque contuvieren una pizca de verdad o de razón, se
toman por mentiras absolutas y ridiculeces incontestables. En ciertas
ocasiones, se ha incluso, desplazado al eufemismo por un lenguaje soez.
(Uno de los eternos precandidatos a la gubernatura de Chiapas, vomitó en
un mitin televisado una frase destornillante, pero al mismo tiempo,
grosera: “Me escuecen los güevos.”).
Puede decirse que
las líneas discursivas de nuestros políticos no son ni confusas ni poco
comprensibles, sino franca y abiertamente insulsas y bofas. La excesiva
repetición de palabras o frases trilladas, se ha vuelto una constante
que refleja la carencia de un lenguaje límpido, amplio, desarrollado y
coherente con las intenciones aparentemente personales. Ello se deriva
de la visión del político actual: “el elector es pendejo, no entiende y
si lo hace, el hambre lo hace, sino dócil, por lo menos, silente y por
qué no, útil.” De ahí el consejo trivial de unos para afectar
—electoralmente hablando— a otros: “Agarrá lo que te den, pero votá por
el que vos querás.”
Como nos ven,
debemos verlos. La “invitación” a votar libremente, es en sí, una
manipulación procesal. Es decir: “Yo te doy; el de enfrente no te da y
si te da, es menor a lo que yo te doy, por tanto, soy de tu entera
conveniencia y si lo rechazas, ¡que pendejo sos!”
Para el político
actual, no solo es necesario recurrir al insulto verbal directo; debe
por sobre todas las cosas, incumplir y regresar por un voto más, para
manifestar su más grande de las ofensas y desprecio contra sus
electores. De por sí, manipular ideas, cifras, frases, actitudes o,
retractarse ad hominem de un acto contrario al pueblo —a la par de
constituir un agravio a la inteligencia colectiva—, es un abuso de
confianza contra sí mismos.
Ahí están los
diputados, senadores, alcaldes y gobernadores que se promocionan como
los grandes opositores al gasolinazo, por ejemplo. Senadores y diputados
federales, votaron a favor de la nociva medida presidencial y alcaldes y
gobernadores, se cuelgan de una moda, no por convicción, sino por la
consecución de uno que otro voto. ¡Nos creen pendejos!
Insisto: como nos
ven, debemos verlos. Conforme pasan los días, las semanas, los meses y
los años, vemos menos congruencia y convicción en los políticos. Los más
recalcitrantes apóstoles de la ultraderecha, un mal día para la
sociedad, amanecen abrazados de la extrema izquierda, o al revés; no
requerimos explicación alguna porque les conocemos y sabemos de sus
proclividades, intereses, inclinaciones y preferencias… Pero ellos nos
siguen considerando pendejos.
Vehemencia,
emotividad y vocación de ciudadanos, es lo menos que insinúan cuando se
dirigen a la sociedad; se aferran a una falsa inmunidad, mintiendo,
engañando, solapando, tergiversando no solo la realidad del pueblo, sino
la de ellos mismos, pues, de sobra saben que solo la mitad de uno, de
cada millón de ciudadanos, les tiene confianza. En otras palabras,
¡nadie!
A todo esto, ¿qué
son nuestros políticos? Si acaso payasos de quinta en un acto circense
deplorable, vergonzante e inútil para efectos de gobernabilidad. Ni
siquiera el sarcasmo inteligente, ha estado presente en ése círculo de
políticos medianos, niñatos perecederos que con todo y su estulticia,
nos siguen viendo como pendejos.
Revisemos, por
mera curiosidad, el actuar de los políticos en las últimas semanas y
descubriremos que han rebasado sus propios límites de credibilidad.
Éstos, ante el creciente rechazo social, buscan afanosamente afrontar la
crisis con más mentiras y penosas ridiculeces, basadas en la
irrealidad, en lo ficticio de un discurso que no provoca un debate
sensato, sino repulsa generalizada. Y es que no se puede discutir la
vanidad, la indiferencia y la trivialidad, agentes activos de los
estúpidos, o sea, los pendejos.
No puede tomarse
como una injuria el adjetivo en cuestión, puesto que el así
calificarlos, es una reciprocidad natural, lógica; quizá inapropiada,
pero no distante de la profunda falta de respeto que los políticos
profesan contra la ciudadanía.
Revertir la
postura de los ciudadanos, debe pasar por un cambio a fondo: que los
políticos empiecen por respetarse a sí mismos, respetar al pueblo y
modificar su discurso. Hacerlo más inteligente, más realista, más
verdadero. Mientras, tendrán que cargar con el pesado rechazo popular y
lo peor, con la culpa de sepultar al cada vez más desprestigiado sistema
partidista del país y, por supuesto, de Chiapas.
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